Cuando uno vive con un perro, una de las tareas, al comenzar un nuevo día, es dar un paseo con él; algunos días cuesta un poco pero normalmente es una rutina agradable.
Vivo con un podenco al que mis hijos llamaron Inu -perro en japonés-, en honor a un perro con el mismo nombre que trasladé a casa, para unos mejores cuidados, y que terminó muriendo.
Me he levantado hace un rato, pero Inu sigue acostado y enroscado, abre un ojo y me mira; ciertos días no está muy pendiente de su salida, como si no le importara.
¡Es hora Inu! Se levanta y lentamente hace un estiramiento, agacha la cabeza y levanta la parte posterior, y luego a la inversa, estirando toda la musculatura del dorso y extremidades, luego me mira y me dice: “ ya estoy listo”. Tras este ejercicio, salimos apresurados hacia una playa cercana.
Ya estamos cerca de la playa y aunque no es temprano la luna sigue obstinada en bailar con el sol. Las pavanas ascienden y descienden con vuelos armónicos, parloteando en un léxico indescifrable para nosotros.
Por el camino nos vamos encontrando a otros de cuatro patas, algunos conocidos y otros desconocidos, cada uno con distinto humor, unos nos saludan, otros nos obvian.
Cruzamos por un camino de tablas de madera para acceder a la playa. Inu se queda atrás olfateándolo todo; yo escucho sus pisadas y recuerdo las de otros que ya no están conmigo. Se le ve feliz y disfrutando de todos y cada uno de los olores que nosotros no podemos percibir, nuestro mundo es más visual, el suyo no tanto.
Se sale del camino y bucea dentro de un gran follaje de plantas y arbustos, disfruta mucho con esto: es como si cazara energía de la tierra y de las plantas. Sólo consigo ver la punta de sus grandes orejas y de su rabo erguido camuflado entre tanta vegetación. Es uno de los perros, que con frecuencia goza del saludable hábito de explorar en libertad.